Todo empezó en un salón de clases en una tarde cualquiera. Afuera, el cielo se veía gris y caía una llovizna suave, típica de las tardes bogotanas. Adentro, la profesora intentaba dejar algo en la cabeza de esos 17 estudiantes que luchaban internamente entre la necesidad de prestar atención para sacar buenas notas y el deseo de organizar el plan del próximo fin de semana. Yo estaba pensando en nuestro país. Observaba a mi alrededor y me decía que si nada cambiaba, si todo seguía como estaba, en los próximos 20 años, serían las personas de ese salón de clases las que decidirían los destinos de nuestra nación. En otras palabras, lo más probable es que gente educada como nosotros estuviera en capacidad de tomar decisiones que afectarían la vida de muchos. ¿Estaríamos a la altura de semejante reto?

Mis reflexiones estaban sin duda motivadas por experiencias que marcaron mi vida, especialmente en el ámbito social. Aún recuerdo como si fuera ayer aquella Navidad, cuando mi tío César organizó a todos sus sobrinos y nos invitó a tener una Navidad diferente comprando pollo asado. Unos días antes de Nochebuena, salimos por las frías calles bogotanas, de noche, en una caravana de carros cargados de pollo y con la complicidad de una guitarra, para llevarle una cena navideña a los habitantes de la calle y cantar villancicos con ellos. Todavía siento el escalofrío al recordar el miedo que sentí al acercarme a un habitante de la calle que dormía sobre unos cartones sucios, y despertarlo para invitarlo a cenar con nosotros, justo en la acera, y conversar un poco. Pronto, el miedo desaparecía. ¡La experiencia me encantó! Especialmente las conversaciones espontáneas con aquellos que son tan invisibles para nuestra sociedad, de quienes aprendí tantas cosas. Sin duda, sus testimonios y consejos me impactaron más que las clases de prevención de consumo de sustancias psicoactivas en el colegio. Recuerdo muy bien a uno de ellos que, después de hablar en un inglés perfecto porque, según él, había estudiado en un colegio bilingüe, me dijo: «Ten cuidado con las drogas, parce, para que no termines como yo».

El regaño de la profesora a algún compañero distraído me devolvió al salón de clase, donde la tinta azul seguía llenando los espacios del tablero blanco. En ese momento, ya no estaba inmerso en mis pensamientos, sino que sentía una fuerza en mi corazón. Un llamado a hacer algo. Algo más. Si los que estábamos en ese salón íbamos a impactar la vida de la gente, la verdad es que no íbamos por buen camino. Y no era porque no prestáramos atención en clase, sino simplemente porque estábamos de espaldas a un país que nos necesitaba. Una nación dolida que no conocíamos y a la que estábamos llamados a servir. ¿Cómo lograr que querer cambiar el mundo sea tan atractivo que todos queramos hacerlo? ¿Cómo forjar una nueva generación de líderes a través del servicio? Y, finalmente, ¿dónde aprenden las nuevas generaciones a servir?

En el pasado, la cercanía con lo público estaba inmersa en la cotidianidad de nuestras comunidades. Los jóvenes participaban de las dinámicas de los  barrios, iban a las iglesias y algunos hasta se vinculaban a partidos políticos. Hoy, a pesar de estar hiperconectados virtualmente, muchos se sienten desconectados de su entorno físico y de la esfera pública.

La apatía hacia los partidos políticos crece, la asistencia a las iglesias disminuye y, con la urbanización ascendente, tenemos más edificios y menos sentido de comunidad. En las ciudades, donde está la mayor cantidad de personas, ya no es común ver a jóvenes jugando fútbol en las calles o explorando en bicicleta; el territorio se vuelve ajeno, y es en esas urbes, donde el individualismo encuentra su caldo de cultivo.

Nos enfrentamos a un declive preocupante en la participación ciudadana: las asambleas comunitarias y escolares ven menos asistentes, un síntoma más del desapego que siente la población hacia lo público. Se ha instaurado la creencia de que el cuidado de lo común recae en funcionarios o en ‘alguien más’, pero nunca en uno mismo.

En este contexto, cabe preguntar: ¿quién inculca en los jóvenes el valor del servicio? Si los partidos políticos y las iglesias ya no son sus guías, ¿quién los motiva a vivir con propósito, a entender que la existencia trasciende la acumulación de riqueza? La respuesta es desalentadora: muy probablemente nadie. Y esto es perjudicial, pues perpetúa la mentira de que el éxito y la felicidad son sinónimos de riqueza, una trampa que conduce a la esclavitud del tener y del estatus.

Termino diciendo que en mi experiencia, el punto de encuentro espontáneo de muchos que queríamos trabajar por el país fueron las universidades. Un lugar que ahora sirve más como punto de encuentro de voluntades que como centros del conocimiento, ya que ahora quien sabe es internet, y más concretamente la inteligencia artificial. Si los centros educativos son el lugar donde los jóvenes se encuentran, ¿no serán estos los llamados a forjar nuevos líderes a través del servicio?